Mis memorias del Concilio Vaticano II
Juan Arias
Estaba comenzando mis andanzas periodísticas en el vespertino Pueblo de Madrid, hace ahora 50 años, cuando llegó la noticia de que el anciano Papa Juan XXIII, hijo de campesinos, había convocado un Concilio Ecuménico.
Pocos, entonces, en la oscura España de Franco, sabían del todo lo que eso podía suponer para el mundo. Yo acababa de licenciarme en Teología en la Universidad Gregorina de Roma, y allí me mandaron corriendo, como enviado especial, Emilio Romero, Jesús de la Serna y Juan Luis Cebrián, que eran el trio que dirigía el periódico.
Llegué a Roma y corría la voz de que el entonces conservador arzobispo cardenal de Génova, Giuseppe Siri, había reunido a una docena de cardenales para estudiar la posibilidad de deponer a Juan XXIII por su “locura” de haber convocado un Concilio Universal de la Iglesia, cuando aún Europa sufría las consecuencias de la II Guerra Mundial y la Iglesia tenía obispos encarcelados por los regímenes comunistas del Este de Europa.
Una de las estrategias fue entrevistar a famosos cardenales progresistas extranjeros, ya que se pensaba que Franco no iba a censurarles por miedo a las críticas internacionales. Y así lo hicimos.
Recuerdo, sin embargo, las dificultades para entrevistar, por ejemplo, al que era el primer cardenal africano de la Iglesia, Laurean Rugambwa. Era de una sencillez aplastante que contrastaba con la pompa y la majestad de los cardenales europeos. Sentado en el filo de una silla del locutorio de unas monjas, esperaba mis preguntas como un colegial que iba a ser examinado. Y, sin embargo, me dio una de las mayores lecciones de mi vida periodística. Le pregunté qué significaba el Concilio para él. Y él me preguntó, a su vez, para qué parte del mundo. Entendí la ironía y le repliqué que para África, por ejemplo. Volvió a la carga: “¿En qué parte de África?” En su diócesis, Eminencia. Y de nuevo: “¿En qué parte de mi diócesis?” Cuando me vio desarmado me explicó sin arrogancia que ese era el peligro del Concilio y de la Iglesia: querer promulgar normas universales cuando en su misma diócesis lo que servía para una tribu no servía para la otra. Y me recordó también como, por ejemplo, para los cristianos africanos el celibato obligatorio no tenía sentido ya que para ellos un varón sin esposa y sin hijos era algo incomprensible y hasta humillante.
El Concilio Vaticano II no consiguió toda la renovación que querían los más avanzados, pero tampoco lo que hubiesen deseado los más conservadores. Fue de algún modo una primavera en la Iglesia. Los obispos de todo el mundo pudieron durante tres años desentrañar los problemas aparcados durante decenios y de sus documentos salieron las líneas maestras, por ejemplo, para la Teología de la Liberación, una nueva teología del laicado y una liturgia celebrada en las lenguas vernáculas.
Juan XXIII, que según su secretario Loris Capovilla se olvidaba hasta de ser Papa y le pedía que en algunas
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cuestiones “consultara con el Pontífice”, convocó el Concilio con la mayor naturalidad.
Llegó a decir que se le había ocurrido la idea “mientras se afeitaba una mañana”.
Era una forma de quitar importancia a su grave decisión y los cardenales quisieron aprovechar para boicotear la idea.
Roma ya ni se acordaba de la última vez que un Papa había convocado a todos los obispos del mundo para discutir juntos los problemas más universales de la Iglesia católica, que en aquel momento, después del polémico pontificado de Pío XII, acusado de no haberse atrevido a condenar el nazismo, estaba sufriendo un gran bloqueo internacional.
Era una Iglesia profundamente conservadora, aunque algunos episcopados del centro de Europa vivían internamente una revolución y aplaudieron la idea del Concilio como una posibilidad de abrir puertas y ventanas de la Iglesia a una idea más moderna de entender la fe. Fueron aquellos episcopados los que llevaron como asesores a los jóvenes teólogos Hans King y Joseph Ratzinger, el actual pontífice, que entonces militaba en las filas del progresismo.
Nada más anunciarse el Concilio, la Curia romana se armó para convertirlo en un instrumento para fundamentar las ideas más conservadoras y hasta prepararon un documento con los temas que debería tratar el congreso. Algunos tan peregrinos como que un sacerdote no podía viajar en coche con una mujer aunque fuera familiar suyo.
Juan XXIII, que de tonto no tenía nada, quiso enseguida desbaratar aquella estrategia de la Curia y ya en su discurso de apertura trazó las líneas maestras de lo que pretendía con el Concilio, condenando desde el primer momento a los conservadores, a los que llamó “profetas de desventuras”.
Convocó aquella noche a los fieles de Roma a la plaza de San Pedro y, señalándoles la luna llena, les invitó a tener esperanza y a rezar para que el Concilio fuera capaz de renovar la Iglesia.
No fue fácil para un joven periodista como yo, a pesar de haber estudiado en Roma, adentrarse en los entresijos de aquel Concilio con 3.000 obispos de todo el mundo conspirando muchas veces entre ellos y con fuerzas enfrentadas como los progresistas episcopados de Alemania, Bélgica, Francia y Holanda y el ultraconservador episcopado español que había estado comprometido con la dictadura franquista. Y menos fácil fue informar entonces de aquel acontecimiento con tantos aspectos políticos entrelazados con los teológicos para un diario que sufría aún la censura franquista.
Recuerdo las dificultades para dar título a un artículo. A veces La Serna y yo pasábamos media hora al teléfono para concretar el titular que dijera sin decir.
El entonces arzobispo cardenal de Sevilla, al volver a su diócesis, dijo a sus sacerdotes: “Y ahora a esperar que las aguas vuelvan a su cauce”. Volvieron, por desgracia, aunque solo en parte, gracias a la resistencia que al Concilio hiciera más tarde el teólogo Ratzinger que de joven asesor progresista del episcopado alemán pasó a ser el cancerbero de la inteligencia de la Iglesia, condenando a sus mejores teólogos.
Es una triste ironía que sea hoy Ratzinger, que llegó a escribir un libro contra el Concilio, el que deba celebrar el cincuentenario de su celebración. Y lo hará con el Vaticano bajo proceso involucrado en sucias intrigas palaciegas como en los tiempos de
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tinieblas de la Edad media. Y, sin embargo, el Concilio Vaticano II no fue inútil y dejó profundas huellas de renovación en la Iglesia.
Las polémicas entre los diferentes episcopados del mundo, que llevaron al centro de la cristiandad los problemas más agudos y actuales de las iglesias periféricas, fueron a veces durísimas. Sobre todo cuando, a mitad del Concilio, falleció Juan XXIII. Le sustituyó en el papado, y por tanto fue el continuador del Concilio, el intelectual Pablo VI, que fue vigilado, cuando era cardenal, por la Congregación de la Fe por sus posturas progresistas.
Sin embargo, los episcopados más conservadores influyeron con el Papa Montini, que entre sus defectos tenía el de dudar continuamente, hasta el punto de ser llamado el Papa hamlético, para frenar a las alas más avanzadas que habían acabado con Juan XXIII dirigiendo los trabajos del Concilio. Y gracias ya entonces a aquellas presiones sobre Pablo VI, algunos avances ya proyectados en las discusiones se quedaron en el tintero.
Algunos, no obstante, siguieron adelante y ciertos documentos del Concilio supusieron una revolución en la Iglesia de entonces anclada a la defensiva del mundo.
El Vaticano II acabó dando un espaldarazo al llamado “mundo laico”, a los cristianos seglares que habían estado siempre marginados en una Iglesia profundamente clerical. Fueron discutidos a fondo los temas sobre el triunfo en el mundo del comunismo ateo.
Recuerdo que el cardenal arzobispo de Cracovia, que acabaría siendo Juan Pablo II, Joseph Wojtyla, que era el obispo más joven de todo el Concilio, presentó un documento alternativo al aprobado por mayoría en el congreso en el que se acusaba a la Iglesia de su divorcio del mundo obrero de entonces, de haber dejado espacio al comunismo ateo. Wojtyla echó todas las culpas al comunismo, que pidió que fuera condenado por el Concilio.
Otro tema espinoso discutido fue el de la sexualidad, en el que la Iglesia siempre acababa tropezando. Si hasta entonces era vista por la Iglesia solo como un instrumento para la procreación, considerando pecado cualquier otra motivación, el Concilio discutió por primera vez la posibilidad para los cristianos de que el ejercicio de la sexualidad pudiera ser visto también como “una nueva forma de diálogo” entre las personas.
Una de las mayores dificultades del Concilio, sobre todo en los temas más delicados, fue que los progresistas, por miedo a que las cuestiones más avanzadas pudieran ser rechazadas de plano, aceptaban muchas veces un texto llamado “de compromiso”, en el que se dejaba espacio también para la tesis contraria. En algunos de esos textos, que acabaron siendo ambiguos, se basaron después los conservadores para rechazar lo que el documento tenía de innovador para poner el énfasis en la parte conservadora del texto.
Lo más importante quizás de aquel Concilio fue que por primera vez asuntos que hasta entonces eran tabúes en la Iglesia se sometieron a discusión y en público. Fue un debate entre los 3.000 obispos del mundo hecho a la luz de todos que permitiría a muchos episcopados que estaban ya abiertos a la renovación de la Iglesia a volver a sus diócesis con las manos más libres para imponer reformas audaces hasta entonces imposibles.
Una de las reformas más profundas fue la de la liturgia, que de alguna
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forma simbolizaba el atraso ideológico de la Iglesia con sus misas celebradas frente a la pared, en latín, que nadie entendía sin participación del laicado.
Hoy nos parece normal ver a un seglar distribuir la Comunión en la misa, o ver a una monja actuando en el altar. Entonces era un sacrilegio. Los conservadores que no aceptaron nunca la apertura del Concilio, lo primero que hicieron más tarde fue volver a las misas en latín y celebradas de espaldas a los fieles.
En el campo teológico, el Concilio llevó a cabo una de las mayores revoluciones pasando de una teología que se servía de los textos bíblicos como comodines para probar sus tesis, a, al revés, dar paso a los estudios bíblicos como fundamento de la teología. Si hasta entonces existía solo la teología dogmática creada por la Iglesia, de espaldas a los textos bíblicos, después del Concilio la teología más importante fue la que arrancaba del análisis hermenéutico de los textos sagrados. Hasta el punto de que los primeros teólogos, sacerdotes y religiosos que abandonaron la Iglesia fueron los expertos en temas bíblicos. El Concilio les hizo tomar conciencia de que la Iglesia había abandonado el estudio del corazón del cristianismo, como lo son los Evangelios y la Biblia en general, para elaborar una teología a la pura luz de la filosofía aristotélica. Fue el primer gran éxodo de sacerdotes que se pasaron a la vida secular.
Aquellos estudios bíblicos dejaron claro, por ejemplo, que la prohibición a la mujer de ejercer funciones sacerdotales no tenía fundamento bíblico, pues las mujeres habían ejercido funciones sacramentales ya en el siglo primero del cristianismo. También se quedó sin fundamento bíblico la imposición del celibato obligatorio, ya que hoy, con un análisis hermenéutico de los textos bíblicos, no es difícil probar que Jesús estaba casado como lo estaban todos los apóstoles, ya que lo extraño era que un judío no formara una familia.
En ningún momento se dice en los textos sagrados que Jesús fuera virgen. Antes del Concilio era totalmente imposible ni siquiera discutir estos temas. Hoy, como mínimo, existe esa libertad sin caer en la hoguera de la Inquisición. Hay quien piensa que este sería un buen momento para convocar un nuevo Concilio que recogiera la bandera del Vaticano II, que continuase la renovación de la Iglesia a la luz de los nuevos descubrimientos de la ciencia que cuestionan viejos dogmas y tabús católicos. Un Concilio que acabara, por ejemplo, con el absurdo de un sucesor de Pedro, jefe de Estado, de un Estado Vaticano, regalo de Mussolini al Papa, antro tantas veces de las peores intrigas y crímenes ocultos tanto humanos como financieros.
Claro que la convocatoria de un Concilio es un arma de doble filo. En manos de un Papa conservador puede suponer una vuelta atrás en lo ya conquistado. Con Juan XXIII, la Curia romana probó a domesticar el Concilio. No lo consiguió gracias a la visión profética del Papa hijo de campesinos y del fino intelectual Montini. Hoy, por ejemplo, con el Papa Ratzinger, que llegó a escribir un libro condenando el Vaticano II y sosteniendo que la Iglesia entonces se había equivocado, un Concilio sería un verdadero desastre.
Mejor que los teólogos más abiertos aprovechen este 50 aniversario del que fue apellidado “el Concilio de la esperanza” para mostrar sus luces, que tantos intentan enterrar.
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